jueves, 19 de mayo de 2011

Perversiones con Mejides



Conocí a Miguel Mejides leyendo sus Perversiones en el Prado (Perversions a La Havane). Único escritor conocido que haya ficcionado sus vivencias en la Guerra del Ogaden, conflicto entre Etiopia y Somalia al que Cuba envió 18.000 hombres a apoyar el gobierno del etíope Mengistu Haile Mariam, quien había  derrocado al emperador Haile Selassie, la dinastía más antigua que haya existido. Mejides habló de los 400 que no regresaron.
Miguel Mejides

Aquí van dos fragmentos de sus cuentos.

Rumba Palace
(Cuento, fragmento)

Al verla por primera vez, descubrí que estaba bien jodido, que dentro tenía todos los ingredientes de la desgracia, una mezcla letal de mala suerte, una dosis de años, esa sensación de que el tiempo mío había pasado y que irremediablemente nada podía hacer por mi felicidad, o por la felicidad ajena, la de ella, la de esa muchacha detenida frente al Rumba Palace con los atributos y ríos de una nación joven.
— Dos emociones hay en el mundo — le dije, y no me hizo caso. Yo había ido al Rumba Palace a dar con las raíces de la nostalgia. Treinta años atrás éste había sido un lugar de obligada recurrencia para mí. Entonces era estudiante de bachillerato, y me atormentaba el acné, que marcaba mi rostro siempre listo para el asombro. Al oscurecer, me escapaba de aquella beca a la que me habían condenado mis padres y recorría los cafés de la Playa, iba hasta el Coney, y abordaba los carros de la montaña rusa, y en ese viaje al vacío percibía las nocturnas vastedades. Mío había sido aquel paisaje, mío aquel Rumba Palace, aún hoy, ahora, desvalido por el show de las mulatas viejas, bailando al tronar de los tambores del bongosero que se pasea por la pista con la piel de leopardo, y que al marcharse en los albores del amanecer, lleva en sus bolsillos las secretas claves de la caligrafía del Chori (antiguo dueño y señor), y que con una pasión mimética, perpetúa en las murallas de La Habana la orografía de los pájaros y ríos de África, que hicieron posible que el Chori fuera aclamado como el dios del Rumba Palace. Sin embargo, la memoria es un viaje fallido, y de aquello no quedan más que las vallas y letreros sin luces del Coney, neones que ya jamás se encenderán y que una vez anunciaron una lejana Navidad.


El lancero púrpura
(Cuento, fragmento)

Una infortunada tarde de un noviembre lluvioso le llevaron a Flor Moon a hermosear el cadáver de una niña que apenas había cumplido quince años. El padre con voz de imperio le pidió que pusiera en los ojos de la hija la vindicación de eternidad. Flor Moon se sorprendió con esa frase que en sus noches de desvelo había escuchado de un malhadado argentino. ¿De dónde le viene ese sonido?, le dijo a aquel hombre, y este le respondió que desde alguna añoranza. Ya a solas, después de juntar sus flamantes polvos de arroz, y confiar en sus instintos para escoger el tinte labial que se advenía a bien en una niña, prendió un lancero muy especial, un lancero con una anilla de oro puro y una boquilla de cocha de carey, que había llegado esa misma mañana en un diminuto paquete postal sin remitente. Al abrir el paquete no sin asombro observó que las hojas de tabaco con que había sido confeccionado el lancero, eran de un tinte púrpura. Jamás había sido puesto alguno en sus manos con semejante matiz. Pensó en san Agustín, en las tentaciones que dicen que provoca la lengua de san Antonio de Padua. Pensó en las demoníacas maniobras con que lo maligno provoca a lo innoble. Pero el olor del lancero tenía el aroma del alba, olor a las alas de un pájaro, como si lo sagrado fuera una red de gentiles premoniciones. Por eso prendió aquel lancero para el comienzo del rito. Abrió el ataúd y percibió el espectáculo de belleza que jamás podía imaginar. Era una niña en una desnudez perfecta, una mujer-niña articulada a partir de estrellas de sangre que bajaban de sus pechos y hacían un arlequín en el bajo vientre. Flor Moon con la pericia de un monje esparció el humo púrpura de su lancero, limpió con un algodón empapado en alcohol aquellas sombras, esparció polvo de arroz sobre aquel cuerpo, se detuvo como un buque ante la inmensidad de los narcisos de rezo de sus muslos, puso cintas de colores en la melena irredenta que se perdía en la espalda para respirar libre en las oquedades de nalgas robustas y redondas. Luego, como si escardara un tigre, quitó con una cucharilla de esparto las manchas de rémoras de entre los dedos de los pies de la niña y terminó pintándole las uñas con un barniz con el reflejo de los días de tempestad. Ya para ese instante — me contaría él mismo —, se había rebajado a la conmiseración, y para aquel minuto todos los furores, los deseos de blandir una espada y defender aquella niña lo colmaron.

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